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¿Qué es lo importante? lo que te asombra

Arrancamos el año vaciadas de tiempo, con la agenda a nuestra disposición, las promesas aún por enunciarse y los deseos disfrazados de propósitos.

Por un momento se nos olvida nuestro agotamiento. Somos hijas e hijos de una cultura que devora nuestro tiempo a fuerza de sustituir procesos por resultados hasta el punto de desgajarnos, porque vivir vivir implica formar parte de una constante evolución que no tiene principio ni final pero nuestra vida en sociedad pasa por apretar botones, adquirir bienes y acudir a citas organizadas con criterios de productividad. Entre los procesos imprescindibles de todo ser vivo y nuestro modo de vida, en la mayoría de los casos ajustamos la vida a los huecos.

Programamos los partos adaptándolos a la agenda del servicio médico. Maternar o paternar obliga a juegos malabares. No tenemos tiempo para acompañar a nuestros seres queridos en el último tramo de su vida. Compartir horas simplemente por el gozo de estar juntas, dejar que los minutos se deshagan en nuestros ojos al atardecer o al amanecer, respirar profundamente sin que forme parte de una actividad Mindfullness sino porque nos sale del alma… es algo que sucede fundamentalmente en vacaciones. Tener tiempo se ha convertido en un privilegio y esto también afecta a quienes narramos la vida.

El ecofeminismo lleva décadas hablando de la incompatibilidad de los tiempos de producción y los de reproducción, asimilando este último concepto casi exclusivamente con el trabajo doméstico no remunerado. Mi propuesta va no tanto más lejos como que presta atención a la esencia: La labor productiva presta atención a los resultados (generalmente vinculados con valores cuantitativos), la reproductiva a los procesos (más cercanos al orden cualitativo del mundo).

Si miramos nuestra lista de buenos propósitos para el año que comienza probablemente haya un gran número de deseos productivos, desde perder kilos (exigimos a nuestro cuerpo una producción de bienestar según los cánones vinculados con cifras) a alcanzar un destino vacacional concreto o ganar una cantidad a concreta de dinero. Devolver uno de esos deseos a su dimensión reproductiva implicaría atender a todos los procesos con los que está vinculado, incluidos los pudieran parecer alejados, porque todo en nuestra existencia está enlazado.

Las leyes del mercado se han adueñado de nuestro inconsciente de tal manera que en vez de transitar el proceso de sanarnos adquirimos salud a golpe de medicamento, en vez de honrar el camino que enlaza la tierra con nuestro plato compramos comida rápida, enlatada, súper-procesada, fácil de consumir, incluso con los nutrientes adecuados y si puede llegar a nuestra mesa de manera que nos ahorre tiempo, mejor. En vez de sostener la incertidumbre de un encuentro sentimental introducimos nuestra necesidad en un algoritmo y esperamos a que la App nos facilite resultados satisfactorios. En vez de vivir el proceso que implica atravesar la noche oscura del alma buscamos alivios inmediatos que nos alejen de cualquier dolor. Esperamos que los cambios revolucionarios lleguen a golpe de calendario y si no acaparan la atención de nuestras vías de comunicación los consideramos fracaso y buscamos el entusiasmo en otro frente, en otro brillo.

Es aquí donde toda esta dramática afecta de manera directa a quienes narramos la vida, sobre todo aquella que, por atender a actos importantes por su interés colectivo, denominamos noticia o actualidad, ese producto narrativo que devoramos con verdadera fruición.

Para hablar del rapto de la vida esta reflexión debería empezar desde otro lugar. Los seres humanos somos buscadores de sentido, nuestro conocimiento abstracto, nuestra consciencia parte de nuestra capacidad para asombrarnos. Es el asombro el que nos hace detenernos ante la realidad, indagar en ella y acceder a otros planos de conciencia. El amor necesita de ese asombro que si se refiere al ser amado entendemos como embelesamiento y cuando arroja su luz sobre cualquier otra faceta de la vida adquiere muchos nombres: arrobo, inspiración, iluminación, alegría…

Desde esta forma de entender la existencia ¿Qué es importante? La pregunta centró el encuentro de uno de los lunes compartidos en los encuentros poéticos de #CaNaLluna, la puso sobre la mesa un hombre que intenta vivir poéticamente el mundo, Antonio Rigo, y lo hizo a partir de un haiku:

Las patas delgadas del ciervo
dan un traspiés
La hierba roja de otoño

“Un ciervo que da un traspiés en la hierba y, ante eso, surge inevitable la pregunta del lector occidental profano en la materia: Realmente, ¿tiene esto importancia como para escribir un poema?”. Antonio leía en alto la reflexión que VIcente Haya (doctor en Filosofía, traductor de poesía japonesa y discípulo del erudito japonés Reiji Nagakawa) hace en el libro “EL espacio interior del haiku” (2004). La citada reflexión es tan precisa y profunda que prefiero reproducirla íntegramente: “Para el alma japonesa está claro: si un traspiés de un ciervo de patas delgadas no tuviera importancia, la realidad misma se desplomaría. No habría nada capaz de resistir la eliminación de un instante que ya hubiera sucedido; la puesta del sol, la presencia luminosa de la luna en el cielo estrellado, la llegada de la primavera, la nieve cubriendo los campos…, todo se desharía como polvo al viento si un traspiés de un ciervo fuera algo indiferente. El poeta japonés sabe, aunque no lo formule, que cualquier cosa importa porque pertenece al todo, a la realidad que no puede ser si no como es. La realidad va siendo formada por lo que sucede, y lo que sucede es el resultado de los seres, con sus características naturalezas. Atender a estas naturalezas es el único rito que se nos pide en nuestro camino de ‘realización’, de transformación de nosotros mismos en la realidad que nos asombra. Hablamos de coexistencia y por tanto de corresponsabilidad.”

A raíz de esta aportación, que en aquella mesa quedó vinculada con el haiku como expresión de lo sagrado, me planteé por qué esta forma de percibir la realidad tiene que circunscribirse al habitar poético si el asombro del que parte un poema, y concretamente un haiku, forma parte de la esencia humana. Como narradora de la vida, en los momentos en los que me vinculé tangencial ente con la industria de la comunicación, siempre me pregunté qué era lo importante y por qué extraña razón la mesa de redacción podía levantarse como una grada de hooligans ante el gol de su equipo cuando sucedían ciertos acontecimientos sin que a mí se me moviera un pelo. Formo parte de aquellas narradoras que consideran “noticia” el traspiés de un venado ante la hierba roja porque su fragilidad y sencillez señala aquello que, aún siendo importante, nos ha pasado desapercibido.

Evidentemente ningún profesional del periodismo me hubiera comprado ninguno de mis reportajes ni de mis documentales, ni siquiera de mis columnas, si no hubiera conseguido enlazar ese traspiés con ese otra estructura del mundo que habla de éxitos y fracasos, de victorias y rendiciones, de víctimas y verdugos. Sin darme cuenta esta labor permitía, de alguna manera, devolver lo sagrado a nuestras vidas, concretamente a las de aquellas personas que se asomaran al relato que les ofrecía. Y esta labor no era, no es una cuestión de “mirada”, sino de asumir que narrar no es un acto tanto como un proceso que forma parte de los que constituyen la vida, que un artículo, un reportaje, un documental, un podcast, un poema, un ensayo, una novela… son pedazos de una constante y, por tanto, con un principio y un final aparente, casi casual, incluso caprichoso. Lo importante para quien los narra es encontrar esa constante que no entiende de relojes ni de calendarios en la que somos capaces de reconocernos y a partir de ahí sentir asombro.

Si por esta razón un relato te asombra se vuelve noticia para tí y la actualidad, de golpe, se tiñe de resonancias a las que puede enlazarse la eternidad.

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