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Asombrémonos también ante la barbarie

Nuestra cultura circunscribe el asombro al terreno de la alegría considerando natural que ante el dolor lo inevitable sea la huida. Propongo lo contrario: abrir los ojos en medio de la oscuridad. Sólo así aprenderemos de nuestros males.

El daño nos espanta, hemos aprendido a abordarlo desde esa emoción como si fuera el único camino. Tiene su lógica: la huida espantada permite alejarnos de la fuente del dolor y sentirnos a salvo del peligro. Y así, desde la gloria de los vencedores, el alivio de los supervivientes o el miedo de los espectadores, contamos lo que sucedió o está sucediendo lejos de los riesgos. Se trata de un espanto tan medido que nos permite sentir que hemos levantado un muro invisible con el que separamos nuestro pequeño y privilegiado espacio seguro de ese afuera donde acampan las bestias.

¿Qué tipo de espíritu crítico puede nacer de este alivio? ¿Cuánto tarda en conectar con su rebeldía una persona que quiere sentirse a salvo? ¿Correría riesgos? ¿Qué se puede aprender sobre la causa del mal, sobre sus procesos, su impacto, sus estrategias en plena carrera hacia el refugio? Sin aprendizaje, no hay alternativas ni cambios posibles. Como hijas e hijos de nuestra cultura nos resulta fácil sentirnos partícipes de una tragedia, situamos el daño como parte del destino de la humanidad sin necesidad si quiera de hacernos grandes preguntas. ¿Qué nos estamos contando? ¿Estamos hablando una y otra vez del daño y de la huida? ¿De las dimensiones del espanto? ¿Del castigo que no llega?

Narramos nuestros actos tal y como nos han enseñado: asumiendo que existe un sólo árbitro posible, suprahumano, capaz de someter el mal imponiendo un único orden posible. Creado por los hombres a su imagen y semejanza, esa divinidad laica utiliza la violencia para limitar (o no) el daño y lo hace a través de la industria de la guerra y las instituciones que la amparan. Sus reglas de juego, que asumimos, perpetúan esta lógica. Sucede cuando clamamos por ese único orden, cuando protestamos por la inacción del árbitro o por la ausencia de héroes como si de una derrota se tratase…

Hemos puesto nuestra rebeldía en manos esa deidad violenta que hemos creado para que cese el daño sin que tengamos que ponernos en riesgo. En su cara más luminosa, está dedicada puede controlar el daño, en su lado más oscuro también controla nuestras posibles réplicas, de ahí que el espíritu crítico se debilite más y más hasta convertirse en un bien escaso.

Enajenados/as, asistimos al espectáculo del castigo (que no de la justicia) y nos ejercitamos en canalizar la venganza sin disiparla para que el espanto siempre esté tibio y dispuesto a ser servido en nuestros platos. Hemos integrado de tal manera sus métodos que llevamos su magisterio a otras esferas de nuestra existencia. Tanta violencia digerimos que cualquier dolor nos sabe a lo mismo, abundando nuestra apatía.

En los mensajes indignados que compartimos, en el menú de noticias fast-food que consumimos, pasamos del montaje de la cumbre del cambio climático a los asesinatos del fascismo islámico en Irán, pasando por las cifras de las mujeres víctimas de violencia de género, con el mismo entrecejo fruncido. Los videos, frases, rumores, incluso chistes virales. que coreamos con tanta indignación como vanidad, logran que esos relatos trágicos vacíos de preguntas se conviertan en dramas.

Sin el necesario asombro, que implica dejarse tocar por lo que hay de invisible en todo lo que sucede y pararse ante ello con la humildad de quien sabe que no sabe, denostamos las injusticias como si procedieran de un espacio superior y amenazaran desde el otro lado de nuestros límites, ladrando en casa ajena. A partir de ahí las trágicas historias que nos contamos sobre el daño recorrerán un triste trayecto:

Enfrentadas a un destino fatal, y sin queremos hacer las preguntas que proceden del asombro, destacaremos las emociones de las/os protagonistas de nuestras historias con el fin de conmover a quienes las escuchen/lean/vean. Aunque no entendáis bien lo que ocurre, aunque no os hagáis las preguntas necesarias, seguro que podéis reconocer en vosotros ese dolor común y conmoveros por su destino”, parecemos decir entre líneas, y con este ánimo multiplicamos nuestras plegarias o nuestros gritos o denuncias hasta el infinito, abundando más y más a lo que nuestros actos tienen de pusilánime.

Al comprobar una y otra vez que ese árbitro apenas se ha movido de su pedestal, y tras considerar que por eso el cualquier salida desembocará en fracaso, añadiremos una nueva dimensión de la huida: la apatía. Para poder mantener esa distancia sin que nos invada la culpa, dramatizamos una y otra vez nuestra experiencia, los desequilibrios del mundo, las injusticias, subiendo el volumen del dolor para que sea más creíble el espectáculo. El peso de ese futuro que nos abruma será cada vez más insoportable, aumentando aún más nuestra sensación de peligro y orientando nuestros actos hacia esa violencia consentida y aprendida, apiadándonos de nuestras desdichas. Nuestras tragedias, así, se habrán convertido en relatos dramáticos emocionalmente intensos, que nos permitirá tener la sensación no sólo de que estamos preocupados por el destino fatal sino de sentirnos vivos.

Desamparados por el asombro, estamos llevando nuestras historias por unos caminos cada vez más alejados del espíritu crítico, de la rebeldía y el conocimiento. Los más adictos de nuestra cultura, los más notables aprendices de los juegos del daño, convertirán definitivamente el relato en melodrama al dejar el problema en un segundo plano para convertir a los actos individuales de los personajes en el hecho crucial de su historia, con lo que lograrán azuzar la congoja, la rabia o incluso la resignación de quienes les atienden, ganando audiencias o likes, siendo virales, sintiéndose acompañados en esta pérdida de sentido.

Es de este modo como cualquier acontecimiento que daña a la trama de la vida termina reduciéndose a un asunto melodramático en el que las emociones prevalecen por encima de los enigmas del daño.

Hay otro camino, consiste en detenerse ante el dolor causado con los pies y los ojos y las manos desnudas, mostrando así nuestra disposición hacia el asombro. Cuando el rayo del asombro nos detiene, parimos preguntas conmovidas con las que llenamos de nuevas frases nuestros relatos. Las palabras nacen quebradas por el peso del silencio y duelen tanto como alivian porque hemos visto en medio de tanta oscuridad.

Asombrémonos ante la capacidad que tiene el ser humano para causar daño, comprendamos profundamente que ninguna injusticia nos es ajena, preguntémonos por los hilos que nos unen a ese daño en la trama de la vida, demos un lugar activo a la inocencia, a la humildad y a sus preguntas, si huimos del dolor recordemos el camino de vuelta aceptando nuestros límites, expongámonos hasta el aliento, dejémonos atravesar por lo que no tiene nombre para que nazcan nuevos verbos. Permanezcamos ante la herida y detengámonos ante alguno de sus detalles sin olvidar que también somos partícipes.

Si queremos aprender de nuestros malestares y así transformarlos, necesitamos el asombro, sencillamente porque todo conocimiento nace precisamente de ese estado y porque, abriéndonos a la plenitud, nos permite asomarnos más allá de nuestros límites.

Allí donde esto no sucede, la hybris[1] (soberbia) patriarcal permanece intacta y el espanto continua restándonos potencia.


[1] La hybris es un concepto helénico que se puede traducir al castellano como “desmesura” o “soberbia”. Está en el terreno opuesto a la sobriedad y a la moderación, y manifiestamente relacionado con el ego desmedido. En 2008 el doctor David Owen, neurólogo y miembro de la cámara de los lores, acuñó el término “síndrome de hybris” para describir a los mandatarios que muestran una tendencia a la omnipotencia y que son impermeables a la crítica.

Ilustración. Rokas Aleliunas (https://dribbble.com/)

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