Nombrar es un acto trascendental para los seres humanos. Nuestro universo simbólico puede modificar nuestro entorno y generar nuevas realidades. Las palabras (escritas, leídas, dichas o pensadas) nos permiten elaborar vínculos, darnos un lugar en el mundo y llenar de sentido nuestros actos.
De este modo, cada vez que creamos una palabra abrimos una posibilidad que antes no existía, con un golpe de voz facilitamos que emerja un nuevo ser, que surja un nuevo vínculo o se inicie una nueva pauta de comportamiento. Así de generador es el acto de dar nombre. No extraña que los amantes cambien el nombre del ser amado. De este modo aquel que para todo el mundo es uno, termina habitando en la minúscula patria de nuestra boca. “Pajarillo”, “cerecita”, “cerdi”… hace evidente la existencia de un vínculo. Por eso hay tantas personas que usan apelativos cariñosos cuando intentan crear un espacio de confianza con una persona a la que quizás sólo acaben de conocer. Del mismo modo, esto explica por qué hay otras muchas que no dicen una palabra de amor ni tan siquiera en medio de un acto amoroso, porque esa palabra le daría un sentido preciso a lo que esté sucediendo.
¿Cómo puede la palabra, que apenas es un soplo sonoro, un aire herido, un aliento, un humo en la boca que se desvanece en el aire (según el ideograma chino), transmitir el amor, el odio, la alegría, el dolor, las ideas más intemporales y abstractas, el deseo y la voluntad? ¿Cómo es posible que una palabra pueda transformar el orden del mundo?
Las palabras acotan la realidad y la llenan de sentido porque son la carne de los relatos con los que ordenamos ese maravilloso caos que es la vida. Encontrar la palabra precisa en la que encajar suele dar un enorme alivio, sentimos que un nuevo sol luce en medio del día. Sucede hasta en los pequeños actos cotidianos. Cuando vamos a una consulta médica, por ejemplo, con una suma de síntomas, y la especialista nos da un diagnóstico, hay una parte de nuestro malestar que se diluye porque encuentra su sitio, nuestro estado tiene nombre, tiene un recorrido médico, no estamos a solas ante ese dolor, formamos parte de un sendero ya transitado y reconocido, etc.
Nombrar es poderoso porque con la palabra podemos sustituir la realidad por un mundo nuevo o modificado o adaptado a nuestros intereses o al de nuestro grupo, un mundo en el que caben unos y no otros… Este nuevo orden del mundo tendrá una existencia más o menos impactante en función de la cantidad de personas que reconozcan esa palabra que hemos creado. Las palabras reconocidas son aquellas capaces de expresar una experiencia común, un espacio habitado por una parte del mundo. Cuantas más personas de nuestra comunidad se identifiquen con esa palabra, más grande será ese espacio compartido y más impacto tendrá en el espacio público, ese que reparte roles, privilegios, ejes y márgenes.
Así pues, las palabras crean mundos con sentido, ordenados, elegirlas nos da un lugar en ese espacio intangible más poderoso cuanto más compartido sea. Aunque el cuerpo nos duela por lo tangible, la palabra también tiene un poder aniquilador. En un régimen fascista como el que gobierna en este momento en Irán, en el que tantas palabras han sido expulsadas del vocabulario, “mujer, vida y libertad” son términos sencillos cargados ahora de tanta fuerza que se han convertido en el slogan de un movimiento que parece ser revolucionario. Tras estas palabras van los cuerpos, las presencias de miles de personas, encabezadas por las mujeres.
Nombrar el mundo es poderoso porque determina el comportamiento de los otros. Las instituciones y el mercado mantienen en sus manos el privilegio divino de crear mundos gracias a sus medios y privilegios. Sin necesidad de utilizar la fuerza física, crea un orden con el que integra o expulsa del su mundo a los seres humanos a través de una maquinaria que se pone en marcha con sólo decir “tú, hombre”, “tú, mujer“, ”tú, ciudadano“, “tú, inmigrante“, “tú, delincuente”, “tú, honrado”…
La calle física y la virtual (esa en la que participamos de manera virtual en las redes), también crea su propio lenguaje, para fijar, también, sus propias barreras virtuales. Las canciones tienen un impacto muy potente en el imaginario colectivo. Por ejemplo, los discos “Motomami” o “El mal querer”, de la cantante Rosalía. Las letras de las canciones son un espacio expositivo importantísimo. Rescato algunos términos a modo de ejemplo: Chucky viene a ser como “On fire”, término que ya ha quedado viejo para quienes deseen situarse en el mundo como alguien de vanguardia. (Hacerte) Hentai, expresión que procede del porno japonés, ya sea en manga o anime. Y para terminar la que da título a su último producto discográfico: Motomami, una creación que la cantante no ha rescatado de la calle, sino que es una creación propia para referirse a un nuevo arquetipo de mujer motorista capaz de enlazar la fuerza asociada a las motos con la fragilidad que vinculamos con las “mamis”.
En el terreno del conocimiento, la maquinaria de crear conceptos también trabaja día y noche. Recientemente participé en una reunión en la que hablábamos de la salud en términos no sólo relacionados con el cuerpo y los individuos o el sistema sanitario, sino mucho más amplio. En un momento determinado, las personas expertas del grupo pusieron sobre la mesa los términos “salud global”, “One Health” y “salud planetaria” para afirmar su seña de identidad en la “salud comunitaria”. Cuando me encuentro en situaciones así, en el que suele ser habitual la participacíón de agentes sociales, activistas e académicos/as, suelo implorar que dejen de hablar en esdrújulo. Los actos de las personas que se implican en crear un mundo más equilibrado y justo recurriendo también al poder de las palabras pueden terminar sepultados en este milhojas lingüístico que se empeña en clasificar y definir. Decimos a más velocidad que hacemos con el empeño de acabar con la incertidumbre.
¿Cómo salir de esta espiral tramposa? Dejando un sitio a la expresión poética. Dando un tiempo a la belleza. Recuperar la magia del nombrar. Volver a ser una
incógnita ante nuestro amante, sin necesidad de definirte como una cis preferentemente androsexual con tendencia de demisexual, dragqueen friendly atraída por la diversidad sexual…, por ejemplo. Sólo así la palabra volverá a recuperar su capacidad regeneradora. Lejos del asombro poético, las palabras van perdiendo vitalidad y lo que nombramos vuelve a ser humo, pero de un fuego apagado.
Por el hecho de que los seres humanos vivimos en dos realidades, la creada por nuestros símbolos y aquella en la que habitan nuestros cuerpos, terminamos cortacircuitándonos ante esta proliferación de términos efímeros con los que las instituciones políticas, las del conocimiento y la calle están ordenando la existencia colectiva a más velocidad que la verdadera capacidad transformadora de nuestros actos, cuerpos y vidas.
El psicólogo Gillaume Thierry, de la Universidad de Bangor en el Reino Unido, realizó un estudio en 2018 en el que demostró, por primera vez, de manera científica que la poesía, más específicamente su cualidad musical, es captada por el cerebro humano de manera inconsciente, antes de que su significado literal sea asimilado. Esto implica que las propiedades rítmicas y armónicas del discurso poético estimulan partes inconscientes de nuestra mente, y no solo eso, también implica la existencia (tantas veces descrita por tantas y tantos poetas) de una estrecha relación entre la intuición y esta forma de arte.
La palabra poética logra decir sin decir, traspasa muros y es capaz de llegar al final de todos los sentidos. La palabra poética observa el mundo de cerca y logra ese milagro de hacérnoslo ver por primera vez. Y ese asombro es, precisamente, el motor de todo cambio.