Nos decían que el mundo online iba a ser mejor y nunca nos preguntamos mejor para quién ni en qué manera, porque igual no nos vamos a beneficiar todos en la misma medida. Y, por otro lado, ¡quién valora en qué consiste esa mejora?
Internet iba a ser democrática por diseño. Antijerárquica, descentralizada. Iba a favorecer el intercambio libre de ideas, iba a ser un espacio de comunicación intercultural nunca visto.
En lo particular las redes sociales prometían expresión personal y comunidad donde compartir, más allá de fronteras, idiomas e ideologías.
En lo laboral: la reorganización de tareas, la flexibilidad, la descentralización, el teletrabajo y los nuevos nichos de mercado iban a suponer un empuje a la efectividad frente a la presencialidad y al talento frente a las dinámicas tóxicas de poder y sumisión de los entornos de oficina.
En lo cultural iba a permitir intercambios de objetos culturales entre particulares sin límite. Películas africanas, folk lituano, libros descatalogados desde hacía décadas.
La desmaterialización de la economía iba a traernos un futuro más ecológico, con menos papel, menos embalaje, menos transporte y menos residuos.
Aprender idiomas, encontrar pareja, universidades abiertas, tutoriales de todo lo imaginable. Ocio ilimitado y gratuito.
Era inevitable, imparable. El fin de la Historia. Un discurso único frente al que no cabía resistirse. Sólo quedaba adaptarse y resignarse. La sumisión o la marginalidad.
Promesas incumplidas
La decepción que muchos sentimos cuando vemos que la mayor parte de esas expectativas no se han cumplido, se nos junta con la desesperanza de ver que no hay discurso alternativo.
En los últimos meses he leído algún artículo crítico con el mundo online, pero se pierden intentando convencer con datos. Ha sido el libro “Tierra Quemada” de Jonathan Crary y un artículo de Paul Kingsnorth que me han llegado, porque en lugar de aportar gráficos y estadísticas hablan de “esperanzas aguadas”, de “rutinas estupefacientes online como sinónimo de vida”, de pérdida de belleza, de épica gastada.
Como en todo, y fue naïf no pensarlo entonces, hay un precio a pagar por el mundo online, la internet de las cosas, el chat GPT y demás, y para muchos será aceptable, pero para muchos otros no.
Las redes sociales se han mostrado como antros de dependencia, de postureo, de comunicación unidireccional, de polarización y “burbujas”, de odio y de humillación, de extracción de datos, publicidad dirigida, fake news y manipulación, mercantilización y vigilancia policial.
Las redes sociales se han mostrado como antros de dependencia, de postureo, de comunicación unidireccional, de polarización y “burbujas”, de odio y de humillación, de extracción de datos, publicidad dirigida, fake news y manipulación, mercantilización y vigilancia policial.
Los espacios donde compartir cultura se cierran a diario y se criminaliza la copia (cómo que “piratas”? nos hemos vuelto locos?).
El ocio algoritmizado vive enganchado como un virus a nuestras tarjetas de crédito que tenemos que seguir rellenando haciendo trabajos de mierda para no ser unos parias.
Devorador de recursos
El capitalismo 24/7, la acumulación, extracción, circulación, producción, transporte y construcción a escala global están destrozando el planeta delante de nuestros propios ojos. Volviéndolo más feo y más pobre y más hostil. En lugar de desmaterializarse internet, la “nube” es un complejo industrial gigantesco que consume recursos, energía y metales raros en cantidades enormes para almacenar “likes”.
Hemos visto en pocos años formarse los mayores oligopolios de la Historia (muchos de ellos con gente muy mediocre al timón, que han triunfado por el poder de su billetera, comprando las buenas ideas de otros y fracasando una y otra vez en los proyectos propios). Y la desigualdad creciendo como un monstruo gigantesco que arrasa con la libertad de prensa, de manifestación, que pisotea culturas, socava instituciones, confisca tierras, ridiculiza creencias y costumbres y, sobre todo, crea la dependencia y la docilidad a través de la deuda.
Y nos olvidamos que ese dinero que nos prestan y con el que nos pagan el trabajo en el que gastamos nuestras vidas vale lo que ellos, esa élite multimillonaria junto con sus amigos los cárteles criminales y el complejo militar, quieren que valga.
Los últimos quijotes
Los amigos del software libre son los últimos quijotes. Mastodon es mejor que Facebook y Linux Mint mejor que Windows, pero mejor es salir a pasear el perro o a lanzar el frisbee con tu hijo. No hay épica en programar una Raspberry Pi.
El trabajo se ha vuelto más precario, la economía real se ha vuelto irrelevante frente a la financiera. Pero lo más triste para Crary y Kingsnorth no es eso. Son las vidas desperdiciadas, las esperanzas aguadas, la desconexión entre nuestro trabajo y nuestras vidas, la desconexión con la naturaleza y con otras personas. El exceso de control y reglamentación que ahoga nuestra espontaneidad y nos drena de vitalidad. La dependencia y la sensación de impotencia.
Este es un mundo lleno de belleza y maravilla, rico en culturas, lenguas, costumbres, atavíos, danzas, canciones. Exultantemente diverso en maneras de pensar y vivir. Un mundo en el que cada noche, en miles de lenguas distintas, padres cuentan a sus hijos cuentos en los que todo es posible para aquel que es decidido y valiente: vencer ogros, ganar reinos, viajar al confín del mundo y encontrar el amor.
Y vemos al presidente salir de una reunión con los sindicatos y anuncia como una dádiva que tras 41 años de trabajar 40 horas semanales, 11 meses al año, los españolitos del futuro podrán jubilarse a los 67 años. Yo no quiero que mi hijo malgaste su vida en una fábrica para mantener sus privilegios o los que le seguirán en el cargo. ¡Que trabajen ellos!
El capitalismo global está hoy profundamente imbricado con el complejo de internet. Las reglas del juego que establecen los poderosos no se discuten en campaña ni se votan en el congreso. Son más sutiles que eso. Son las normas de funcionamiento que vamos asumiendo e interiorizando. Hoy esto es indispensable y lo otro es nimio y prescindible, cuando hace unas semanas no era así.
Cómo resistirse a algo que ha penetrado tan profundamente en nuestras vidas, en lo personal, social, económico, institucional?
No tengo respuestas, tampoco Crary ni Kingsnorth. Certezas, pocas.
Al final del camino por el que vamos hay un mundo devastado. No hay energía ni recursos ni sitio donde echar los residuos ni estabilidad climática ni océanos vivos ni ecosistemas funcionales. Aflojar la marcha es encomiable, pero no sirve para cambiar el rumbo.
La diversidad amenazada
La diversidad es la mayor riqueza y la más amenazada. Diversidad de todo. En la Naturaleza y en las sociedades humanas. Hoy no se lucha contra el fascismo con carabinas sino protegiendo los espacios de respeto y apreciación de la diversidad de culturas, lenguas, tendencias, gustos, maneras de vivir y de pensar. Y hará falta levantar la voz en el autobús o en el supermercado y decir “no estoy de acuerdo”. Nos sorprenderá a todos ver que detrás de nosotros otros también alzarán la voz. Nos toca empezar.
Las formas tradicionales de protesta, heredadas del siglo XIX no sirven. Pintar un slogan en una pared sirve para lo que sirve. Y los poderosos han prohibido las manifestaciones. Hoy acudir a una protesta en la calle, aunque sea pacífica puede suponer años de cárcel. Habrá que buscar otras maneras. ¿Qué nos salvará? Pues como siempre ha sido desde que el mundo es mundo: el humor. El relato, el cuento, la sátira. Y no saldrá gratis tampoco. Los daneses derrotaron a los nazis con el humor cuando la II Guerra Mundial. La risa es un arma poderosa, une y empodera frente al miedo y la opresión
¿Cómo reducir nuestra vulnerabilidad?
Tenemos que reducir nuestra vulnerabilidad. Los bancos virtuales ofrecen mejores prestaciones que los tradicionales y no son “entidades colaboradoras”, que quiere decir que el Estado no puede meter la mano en la caja. Los que éramos autónomos en marzo de 2020, cuando empezó la pandemia, recordamos bien cómo el estado nos quitó de la cuenta la cuota íntegra a pesar de estar encerrados desde el día 14. Algo habremos aprendido de eso.
Eliminar las deudas, pegarle fuego a las tarjetas de crédito y dejar sólo las de débito.
Intentar preservar nuestra privacidad no quiere decir tener huella digital en el móvil. Quiere decir no dar nuestros datos reales a google o a facebook o a nadie. Rechazar tarjetas de fidelidad de supermercados y tiendas. Cuando te piden el nombre dar uno falso, cuando te piden la dirección de email dar batman@gmail.com, aprender a firmar con una firma que no es la del dni y dar el número de teléfono cambiando la última cifra. Responder sólo a quien tiene autoridad para preguntar y responder con una mentira al que pregunta algo que no es asunto suyo. ¿Por qué no enseñamos estas cosas tan básicas en los colegios?
Reducir o eliminar las domiciliaciones también es reducir la vulnerabilidad.
Y hará falta mucha imaginación para visualizar un futuro híbrido donde disfrutar de las maravillas que ofrece internet sin pagar un precio demasiado alto en planetas ni en vidas desperdiciad
Poseer una buena mediateca en soporte físico también es empoderamiento. Y ofrecer una copia de un objeto cultural a un amigo no es asaltar barcos espada en mano. Es otra cosa.
El minimalismo es otro camino (fetichizado, es verdad) para eliminar vulnerabilidades. Tener menos cosas pero de calidad. Acostumbrarnos a tirar o regalar algo equivalente cada vez que entramos un objeto nuevo en casa. Reducir las cosas que requieren mantenimientos imposibles o que no podemos reparar nosotros mismos.
Y hará falta mucha imaginación para visualizar un futuro híbrido donde disfrutar de las maravillas que ofrece internet sin pagar un precio demasiado alto en planetas ni en vidas desperdiciadas.