Y es que están de moda. Al año sacan lo menos una docena y a cuál más chorras. Podríamos descartar este fenómeno cultural diciendo que no es sino entretenimiento puro y duro. Hombres en leotardos y mujeres vestidas con pintura corporal surgidos de la cultura pop escapista del siglo pasado. Pero cuando hay gente dispuesta a invertir decenas de millones en ellas y el público llena las salas, algo más debe de haber.
David Graeber los pone a todos a bajar de un burro. Si Umberto Eco en su “Apocalípticos e integrados” defendía su carácter de nuevos mitos y su validez como arquetipos, para Graeber son un fracaso como modelo (para él son todos unos tarados con serios trastornos de personalidad, sin capacidad para un análisis honesto y aceptación de la realidad) y el mensaje que envían de poder, violencia y legitimidad es demoledor de puro fascista.
El 90% de ellos viven una constante lucha interior contra su “yo” superhéroe y se esfuerzan más allá de lo razonable en pasar desapercibidos y sumergirse en la mediocridad. Ahí está Clark Kent, (la alegría de la huerta, justo el tío que no querríamos tener al lado en una comida de empresa) pero también Shazam, Flash, Thor, Spiderman, los X-men, Hulk, etc. Los únicos que aceptan su rol y están dispuestos a hacer algo de provecho con ello son los 4 Fantásticos.
La respuesta del héroe son los puños
Y es que esa es otra: Superman, el ser más poderoso del planeta, no tiene otra aspiración en su vida más allá de las faldas de Lois Lane, que por otro lado lo trata de pagafantas. Podría acabar con el hambre en el mundo en un fin de semana, ayudar a crear supermateriales, avanzar en la fusión nuclear o sacar energía de la antimateria. Pero no hace nada. Su papel es puramente reactivo. Cuando aparece un supervillano con un plan perverso para dominar el mundo, entonces sí se pone las pilas. Y el guión siempre es el mismo: al principio le cuesta encontrar la manera, lucha contra sus propios fantasmas, y está a punto de echar la toalla cuando un hecho de amor le hace reaccionar y encontrar ese plus de coraje. Y se enfrenta al enemigo y lo derrota.
Pero ojo: da igual lo creativo o ingenioso que sea el plan del villano. La respuesta del héroe siempre son los puños. Ni siquiera la violencia de un disparo o una katana donde más duele. No: puñetazos. Al que viene a perturbar el orden establecido hay que humillarle, hay que doblegarle y someterle con la brutalidad más física, la que huele a sudor y salpica.
Un multimillonario arrogante
David Graeber tiene una especial inquina para con Batman. El multimillonario arrogante que organiza suntuosas cenas para recaudar para caridad y comparte mesa y risas con los mismos oligarcas que están arruinando la sociedad a base de privatizar lo público y subvencionar lo privado con el dinero de todos, los culpables de los recortes, la corrupción y las puertas giratorias, los que ahondan las desigualdades y privan de derechos. Acaba el postre, da un último sorbo a su copa de Dom Perignon, se sube al buga y se va a las zonas más desfavorecidas de Gotham a golpear sádicamente a pequeños malhechores. (Éste es otro que con su fortuna podría construir escuelas para desplazados por la guerra y en lugar de eso se la gasta en juguetitos).
La reflexión de Graeber es sobre la legitimidad de esa y de todas las violencias. La sociedad no les ha pedido que se encarguen de la seguridad. Ni hay ningún mecanismo de control. No hay ninguna herramienta que dependa en último término de la voluntad ciudadana expresada en unas urnas que pueda valorar si es prioritario bajar un gatito de un árbol, rescatar a una periodista o reparar una presa maltrecha. Y la política es la gestión de esas prioridades. No rinden cuentas a nadie de lo que hacen o dejan de hacer. Se arrogan ese poder y la capacidad de ejercer violencia que conlleva, simplemente porque pueden hacerlo. Esa es una de las prerrogativas del poder, que las normas que imponen nunca afectan a quien las impone. Por eso un verdugo mata a alguien que mató a alguien más. La violencia del asesino no es legítima, la del verdugo se supone que sí. Y está por encima de esas normas y goza de impunidad.
Un salto al vacío
¿Y la legitimidad? Pues esa es otra: en nuestro mundo, la legitimidad que protege al verdugo proviene del Estado, y a poco que intentemos tirar del hilo y preguntarnos de dónde viene a su vez la legitimidad del Estado, pronto nos encontramos que se justifica en un acto subversivo del pasado. En un momento en la historia, alguien decide salir de la legalidad existente y crear una nueva. Es un salto al vacío. Uno que en la hora y media que dura una peli presenciamos varias veces. El Doctor Muerte (o Loki o Cráneo Rojo) impone un nuevo orden mundial saltándose el status quo y la legalidad vigente, sin más legitimidad que la violencia. Así las cosas, el superhéroe estaría entonces sujeto a esta nueva legalidad pero decide subvertirla y luchar para recuperar el orden anterior sin otra razón que sus convicciones morales y sin otra legitimidad que la fuerza (otra vez) y su capacidad de ejercer violencia con sus músculos, martillo o “gadgets”. Y todos lo aplaudimos y nos comemos las palomitas que estaban en el fondo, frías, saladas, y alguna sin abrir.
En la última de Batman el villano es Ras-al-ghoul, un ecoterrorista que recuerda al bueno de John Zerzan. Su discípulo, Bane, es un nihilista que conduce a una turba de descerebrados que parecen una versión paródica del movimiento “Occupy”. En estas pelis el pueblo siempre aparece enajenado y manipulado, nunca como protagonista de su propio destino, nunca eligen a sus representantes mediante papeletas, nunca expresan la voluntad popular a través de una consulta. Nunca eligen la no-violencia y la imaginación para adaptar el marco legal obsoleto a una nueva realidad. Sujétame la birra que voy a llamar al Christopher Nolan que he tenido una idea.
EcoHabitar nº 58