Por eso están en nuestros móviles, ordenadores, cámaras fotográficas, bombillas de bajo consumo, baterías, esas lámparas de halogenuros metálicos que producen una luz blanca tan apreciadas por la industria del cine… Reciben el nombre genérico de “tierras raras” precisamente por eso, porque son minerales raros, es decir, escasos y, por tanto, tienen un enorme valor en el mercado. La industria del audiovisual es una de las que más consumen este tipo de minerales.
Desde ese área de la ciencia que se preocupa por la geodiversidad se está lanzando una señal de alarma: nuestro estilo de vida está sobreexplotando las llamadas tierras raras en este planeta. La solución no pasa por cambiar los combustibles fósiles por las llamadas energías renovables, se trata de cambiar el modelo de producción atendiendo a los límites de la vida.
La cultura, los espectáculos, nuestras narraciones cotidianas, los relatos que consumimos y compartimos, tienen un impacto enorme en la geodiversidad, tanto las historias que se pasean por la alfombra roja de los festivales como las que se asoman humildemente por la pequeña pantalla de nuestros móviles. Ya es posible encontrar documentales que relatan la sobreexplotación de los territorios ricos en estos minerales y de sus gentes, mientras atendemos al relato nos escandalizamos, sin plantearnos que esa misma película forma parte del problema. Es importante denunciar que el coltán, por ejemplo, procede de minas que financian el terror en el Congo (sólo el 3% de estas minas son oficiales), pero la verdadera solución pasa por que el modelo de producción con el que se ha construido este relato sea ecoeficiente.
La industria de los relatos ha empezado a hacer cambios sustanciales en su estrategia de producción. Se trata del green filming (rodajes sostenibles) que antes de comenzar a filmar, el equipo de producción contempla medidas vinculadas con la justicia ambiental y social que afecta a todos los departamentos. Por ejemplo, eliminar las botellas de plástico de un solo uso y sustituirlas por botellas reutilizables que el equipo puede rellenar en garrafas de agua repartidas por el set. Incentivar el reciclaje, usar vehículos híbridos durante el rodaje, apostar por la iluminación LED…. Está bien ser eco-friendly, de hecho comienza a ser una obligación. Cada vez es más habitual que las administraciones impulsen elaboren leyes que limiten su impacto, pues muchos rodajes se llevan a cabo en emplazamientos en los que se produce un alto impacto por el uso de transportes, la construcción de decorados, la iluminación, la restauración y el suministro de agua. Por no hablar de cientos de personas durante semanas o incluso meses pisando parajes naturales. Para hacernos una idea, solo en Londres se calcula que la industria audiovisual genera la misma cantidad de dióxido de carbono que una ciudad con 20.000 habitantes. Además, no es solo que consuma una cantidad ingente de recursos, sino que también derrocha: el 95% del material usado en una producción suele acabar en la basura.
En este sentido, en 2017 la Unión Europea lanzó el proyecto Green Screen, que tiene una duración de cinco años y un presupuesto de 2,2 millones de euros. Su objetivo es identificar a nivel europeo y aplicar a nivel regional políticas medioambientales que permitan reducir la huella de carbono de la industria audiovisual. Y, también, compartir buenas prácticas a partir de iniciativas como la creación de sellos verdes que distingan las producciones que apliquen medidas de sostenibilidad: desde catering de km 0 hasta transporte compartido.
Pero la velocidad con la que estamos degradando el planeta exige decisiones aún más radicales. La industria del cine también llega tarde. Evitar al máximo emisiones de gases de efecto invernadero o compensar el doble de la cantidad de emisiones inevitables asociadas con la producción es saludable, sin duda, pero se trata de ser proactivos, de transformar nuestro tóxico modo de vida y no de ajustarse a la norma, de tomar posiciones comprometidas ante asuntos vinculados con la tecnología: desde presionar a las empresas fabricantes para que abandonen la obsolescencia programada y publiquen los componentes de los ordenadores portátiles, teléfonos móviles, cámaras, etc a crear redes de productoras que promuevan el uso compartido de cámaras, luces, drones, micrófonos, pasando por organizarse como lobby para promover una infraestructura metalúrgica de recuperación de materias secundarias, por ejemplo, porque cada productora debería interesarse por el destino de la basura tecnológica que ha generado. ¡En Europa no existen plantas que sean capaces de recuperar esos materiales críticos!
En la actualidad, el 90 por ciento de estos materiales están situados en una mina de la Mongolia Interior, en China, un país que en política medioambiental toma las decisiones por su cuenta. Un estudio de la Comisión Europea calcula que la demanda de litio para su uso en vehículos eléctricos se multiplicará hasta por 44 en 2050. El uso de grafito y cobalto, sin embargo, podría ser once veces mayor que los niveles actuales. Todos quieren las tierras raras, por delante de la industria de la cultura están la aeronáutica, la militar, las eléctricas… A medida que aumente la demanda crecerá la vulnerabilidad de la industria del audiovisual y, por tanto, los relatos que compartimos. “El medio es el mensaje” dijo Marshal McLuhan a mediados del siglo pasado. ¿Cómo lo haremos quienes amamos narrar el mundo y amamos también este planeta? ¿Cómo podemos imaginar una gestión regenerativa de los relatos audiovisuales?
Frente a la economía lineal (basada en la lógica de comprar para poseer), la circularidad económica promueve el consumo colaborativo, compartir, redistribuir, remanufacturar o reutilizar los productos, combatir la perversión de la “obsolescencia programada”… pero no es suficiente porque existen límites termodinámicos y económicos. Los procesos se producen en un sistema de “bucle en espiral” de degradación permanente que conlleva una determinada disipación de los materiales a través de su uso. Separar las tierras raras de los componentes de una batería para reciclarla, por ejemplo, es tan complicado y caro como querer separar los granos de azúcar y los de sal una vez que los hemos mezclado. Así pues, son necesarios cambios revolucionarios en los sistemas de producción y consumo que vayan más allá del uso eficiente de los recursos y el reciclado de los residuos. El plan de producción de una película debería incorporar la ecoeficiencia geológica como factor determinante en su toma de decisiones.
La solución pasa por un modelo económico capaz de integrar en sus cuentas los recursos naturales, que promueva cerrar muchas veces –no solo una vez- los ciclos de los materiales, y que explique la importancia del alargamiento de vida de todos los productos como consecuencia de la “irreciclabilidad”. Crear teniendo en cuenta que no puedes utilizar ilimitadamente un recurso te obliga a preguntarte cuántos relatos harás al año, cuántas escenas grabarás, cuántos personajes aparecerán en tu relato, en qué lugares se desarrollará la trama, hasta qué punto la escenografía necesita mayor o menor elaboración… Los profesionales del audiovisual deben dar un paso adelante en el cuidado del planeta cuestionando su forma de crear historias porque su acción tiene la capacidad de influir en la toma de decisiones políticas, jurídicas, laborales, sociales, ecológicas, científicas, tecnológicas, empresariales, conductuales y éticas que promueven un planeta más sostenible y justo con las generaciones futuras y con los seres vivos que lo habitamos.
Por supuesto, esta austeridad implica también un cambio de mentalidad entre el público de los grandes relatos audiovisuales y entre quienes compartimos narraciones cotidianas a través de nuestras múltiples tecnologías. No sólo se trata de cambiar el consumo sino nuestro modo de uso. Podemos empezar, por ejemplo, reduciendo los documentos que guardamos en la «nube». El enorme consumo energético que requiere mantener en la temperatura adecuada los sistemas informáticos de los superordenadores las 24 horas del día y los siete días de la semana es insostenible. Nuestros hábitos como personas consumidoras y creadoras de narraciones son determinantes. Vivir bien dentro de los límites ambientales es una decisión colectiva.