EcoHabitar

EL PORTAL DE REFERENCIA EN BIOCONSTRUCCIÓN

La cámara es arma, cetro, protege, camufla… ¿Cómo no fascinarse?

Desde el primer momento en el que empezamos a emitir sonidos, los humanos, animales del pensamiento complejo, supimos que basar nuestro aprendizaje en el testimonio oral garantizaba de manera frágil nuestra supervivencia como especie.

Necesitábamos un método para comunicarnos con nuestros descendientes y con todo aquello que trascendiera nuestro aquí y ahora. Asomaba ante nosotros lo que luego denominaríamos pintura, escultura… un lenguaje capaz de representar el mundo. 30.000 años después no hemos inventado nada, simplemente hemos alimentado aquel asombro y a partir de ahí hemos construido estructuras de poder basadas en la imagen.

Fue en algún momento de la Edad de Piedra, mientras emergíamos de la última gran Edad de Hielo, cuando empezamos a representar el mundo con iconos y signos. Sucedía durante un florecimiento repentino de la creatividad que han dado en llamar ‘Gran Salto Adelante’. Comenzaba entonces una comunicación icónica que con el tiempo (no sucedió hasta 6.000 años a.C.) se transformaría en lenguaje escrito. Es fascinante imaginar ese momento: Los sonidos que partían de nuestra garganta nos permitían narrar el presente, llenarlo de detalles, fortalecer nuestros vínculos y compartir nuestros pensamientos más solitarios y profundos; en cambio, aquellos símbolos podían hablar por sí mismos, sin nuestra presencia, más allá de nuestro aquí y ahora.

Las investigaciones de la paleoantropóloga Genevieve von Petzinger han permitido clasificar hasta 32 iconos encontrados en decenas de cuevas, principalmente en Francia y España. Eran triángulos, cuadrados, círculos completos, semicírculos, ángulos abiertos, cruces y grupos de puntos que nos recuerdan a nuestros signos ortográficos, incluso a los que utilizamos para representar los hashtags, la mano con la que saludamos en redes sociales… Aquellos primeros universos que creamos palpitan en nuestro imaginario.

Desde esta perspectiva, en 30.000 años no hemos inventado nada. Lo que hemos hecho, sin lugar a dudas, es construir estructuras de poder basadas en aquel primer deseo profundo: Ir más allá de la inmanencia del aquí y del ahora, perpetuarnos, transcender infinitamente, un viaje para el que no todo el mundo estaba preparado.

Con aquel orden de signos, con aquel protocolo-lenguaje, la humanidad descubrió que podía crear nuevos privilegios. Esos códigos visuales eran fuente de una ascendencia que no procedía de la fuerza, ni de la reproducción, ni del manejo del fuego, ni de la estrategia para organizar una caza o curar. Se trataba del poder de narrar.

Crear mundos imaginarios posibilitaba fijar modelos de conducta colectivos y modificar el paso de las personas y eso era muy relevante. A medida que desarrollábamos nuestra capacidad para narrar, las personas que mejor manejaban los sonidos, palabras y frases adquirieron un enorme influencia en su entorno. Ese es el legado que más hemos hecho crecer.

En un mundo absolutamente iconográfico esta ascendencia parecería haberse quedado en nada. Sólo lo apreciamos cuando nos prohíben fotografiar o grabar con nuestro móvil, por ejemplo. En caso de conflicto, su existencia nos señala ante el enemigo. Así lo atestigua la muerte de Juantxu Rodríguez, el fotógrafo que cayó bajo las balas cruzadas del Ejército norteamericano durante la invasión de Panamá en 1989 cuando cubría el suceso como free-lance para El País. De nada le valió llevar el distintivo de la “prensa” en el pecho. A José Couso, cámara de televisión asesinado en el 2003 durante la guerra de Irak, ni siquiera le sirvió cumplir con las órdenes del Pentágono, que había previsto que los medios de comunicación social permanecerían en tres hoteles concretos (Palestina, Al Rasheed y Al Mansur), lugares de residencia de aquellos a los que no se debe disparar porque son sólo los “los pianistas”. Tras él cayeron otros compañeros, como Taras Protsyuk, que trabajaba con su cámara para la agencia Reuters.

L@s narrador@s audiovisuales han sido escudos humanos de los seres más indefensos cuando un régimen quiere imponer el terror desde la impunidad. Así lo reflejan documentales como “La ciudad de los fotógrafos”[1]; una película que describe cómo, entre l@s desaparecid@s en Chile por la dictadura militar había jóvenes cuyo único delito había sido documentar los acontecimientos con sus cámaras. Su reflexión sobre el papel de l@s fotógraf@s ante la realidad pone encima de la mesa que la ley mordaza puede prohibir el uso no autorizado de las imágenes, aunque no obtenerlas. Sin embargo, las múltiples denuncias de estos funcionarios de seguridad a las personas que han sacado a la luz sus actos durante una detención, una manifestación, un desahucio, etc. demuestran que una cámara es arma, cetro, protege, camufla… ¿Cómo no caer fascinad@s por el juego que se ha construido en torno a ella?

Cualquiera que maneje este ojo electrónico debería explorar su terreno de juego, entender sus luces y sus sombras. Por ejemplo, al ponernos ante él somos protagonistas y al mismo tiempo testigos de lo que nos sucede, y esto resta responsabilidad sobre nuestros propios actos. Manifestantes y antidisturbios ya no sólo se enfrentan sino que escenifican su confrontación, sabiendo que allí todos graban, que las frases, los gestos y los silencios de ambas partes formarán parte de una narración audiovisual que en el futuro generará nuevas realidades. El cansancio que genera el uso de la cámara es tal que, de regreso a casa, apenas tenemos recuerdos del viaje o de la fiesta y en cambio sí cientos de imágenes. ¿Besaste a la novia, acunaste al bebé, lloraste al muerto? ¿En qué momento perdiste el control de la nave?

30.000 años después aquellos iconos primeros, ordenados en cámaras, likes, hashtags y sonrisas, han terminado devorándonos. Nos representan, suplen nuestra identidad, la construyen, son una puerta abierta por la que podemos fugarnos a un mundo en el que todo funciona según nuestra imaginación y voluntad. Con la cámara nos resulta más fácil aceptar la incertidumbre que implica vivir porque en un relato, por breve que sea, siempre hay un orden: el que nosotras, sus autoras, hemos construido.

Y puede ser que cuando termina la grabación, la vida que habíamos aparcado durante unos instantes nos toque el hombro, dispuesta a exigir más atención. Y quizás no nos guste y por eso volvamos a encender la cámara. Quizás por eso ciertos profesionales regresan una y otra vez al mismo lugar, con la cámara por delante hasta que llega el día en que se convierten para siempre en parte del relato: El cineasta hispano-francés Christián Poveda olvidó que los maras matan sin argumentos y se convirtió en una de sus víctimas; el fotógrafo gallego, José Cendón, fue secuestrado por los protagonistas del reportaje que estaba haciendo sobre la piratería en Somalia…


[1] “La ciudad de los fotógrafos”. Película documental dirigida por Sebastián Moreno. Estrenada en 2006.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

¿Te gustó este artículo?
¡Apoya a EcoHabitar!


Suscríbete al boletín


 

ANUNCIO
escudos térmicos by Mateu Ortoneda escudos térmicos by Mateu Ortoneda escudos térmicos by Mateu Ortoneda
ANUNCIO

Categorías

Síguenos

Tu tienda0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0